Enfrentándose a la cultura del aborto – Madison Catholic Herald

En los últimos años, la cultura del aborto en nuestro país ha radicalizado cada vez más sus objetivos, acciones, mensajes y tono.

En décadas pasadas, los políticos pro aborto repetían el mantra de “seguro, legal y poco común”, aunque sabíamos que esa convicción nunca fue la verdadera creencia de Planned Parenthood o del lobby del aborto.

Hoy en día, muchos líderes políticos y culturales e influyentes en nuestra sociedad celebran la bondad del aborto como un acto de amor, lo presentan como un medio de liberación personal, buscan eliminar todas las restricciones al mismo, presionan intensamente a favor de él en todos los estados donde el aborto está en la boleta electoral y lo convierten en una parte integral de las plataformas políticas.

Algunos han llegado incluso a decir que el sueño americano es irrealizable sin él.

Con un pensamiento tan distorsionado, los ideales de nuestro país sólo cobraron realidad en 1973 con el caso Roe contra Wade.

La mujer que aborta trágicamente a su hijo se encuentra rápidamente con la horrible realidad que se esconde detrás de las brillantes mentiras de nuestra sociedad.

Su negación defensiva se hace añicos cuando se da cuenta de que su hijo murió de una muerte prematura y violenta.

Este trauma es profundo, por lo que la Iglesia busca ayudar tanto a las mujeres como a los hombres heridos por el aborto a encontrar esperanza y sanación.

El aborto ha herido profundamente a nuestro país, ha destruido millones de vidas, ha endurecido muchos corazones contra la dignidad de la vida humana, ha envenenado nuestra política y ha dejado a Estados Unidos sin una tasa de natalidad sostenible.

La Iglesia y el aborto

Tanto Santa Teresa de Calcuta como San Juan Pablo II advirtieron que el aborto destruye la comprensión común de la santidad de la vida humana y la dignidad de la persona, y utiliza el poder y la violencia para afirmar la autonomía radical a costa de una preciosa vida en el útero.

La Iglesia Católica, congruente con la ciencia, afirma que la vida humana comienza en el momento de la concepción, cuando otro hijo de Dios, querido por Él desde toda la eternidad, inicia la aventura de la existencia bienaventurada, creciendo silenciosamente en el vientre de la madre, tomando rápidamente la forma familiar de un niño vulnerable, preparándose para entrar al mundo.

Independientemente de las circunstancias de la concepción, ningún niño es un error.

Independientemente de sus capacidades o discapacidades o del entorno social en el que nace, todo niño tiene derecho a venir al mundo.

Si pudieras preguntarle a un niño no nacido qué es lo que quiere, ¿no diría: “Déjame vivir. Déjame amar, aprender y bailar. Déjame conocer a Dios, orar y servir. Déjame alcanzar mi potencial y encontrar mi lugar en la familia humana”?

La Iglesia Católica siempre condenará el aborto en los términos más enérgicos; el Concilio Vaticano Segundo lo llama “un crimen atroz”, pero también estará con cada mujer que se encuentre en un embarazo en crisis, ofrecerá recursos a las familias necesitadas y ayudará a los heridos por el aborto a encontrar esperanza y paz, libres de juicio y vergüenza.

Oramos también por una profunda conversión de corazón en las vidas y convicciones de aquellos que piensan que el aborto es algo bueno y necesario.

¿Cuántos trabajadores de clínicas de aborto que han experimentado una profunda conversión dan testimonio del impacto de los testigos pro vida que permanecen afuera en cualquier clima y soportan muchos abusos, pero que con oración y amor señalan el camino hacia la grandeza de la vida humana en el útero?

Actualmente, muchas fuerzas se unen contra la verdad que Dios ha inscrito en el corazón humano a través de la ley natural y nos ha enseñado a través de la revelación divina.

Desde el Pecado Original en el Jardín del Edén, la humanidad ha caído presa de las artimañas del Maligno, que nos tienta a abandonar la dulce y liberadora soberanía del Señor para abrazar una autonomía radical y pecaminosa que promete libertad y felicidad, pero que sólo conduce a la desesperación y a la muerte. Vemos esta dinámica con alarmante claridad tras la revolución sexual.

La anticoncepción artificial y el aborto han contribuido a la ruptura del matrimonio y la familia, a la aceptación de la actividad sexual fuera del vínculo sagrado del matrimonio, a la ideología transgénero y a la destrucción quirúrgica de la integridad corporal de los niños.

La revolución sexual prometió liberación y alegría, pero sólo ha herido profundamente nuestra cultura y destruido a millones de personas en el proceso.

Abrazando una cultura de vida

Nací en 1963, fui el último de los seis hijos de mis padres.

Mi padre tenía 46 años y mi madre 40 cuando nací, edades consideradas mayores para tener hijos en aquel entonces. No creo que mi concepción fuera planificada ni esperada, pero mis padres recibieron a este bebé sorpresa con alegría y amor.

¿Podemos construir una cultura en la que toda vida humana concebida encuentre aceptación y acogida, independientemente de las circunstancias que la rodeen?

¿Podemos mostrar al mundo una mejor manera de servir tanto a la madre como al niño, para que ambos puedan encontrar los recursos necesarios para una vida plena y abundante?

La vida es el mayor regalo de Dios para nosotros, una participación privilegiada en su propio ser, una promesa de alegría eterna.

Jesús nos dice que Él ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. (Cf. Jn 10,10)
En la Eucaristía, Jesús se llama a sí mismo el Pan de Vida, porque desea colmarnos de su abundancia celestial (cf. Jn 6,48).

En el Libro de la Sabiduría leemos: “Dios no creó la muerte, ni se complace en la muerte de los vivos. Porque creó todas las cosas para que existieran, y las criaturas del mundo son sanas y no hay en ellas veneno destructor… Pero los hombres impíos con sus palabras y acciones invocaron la muerte, considerándola amiga, se consumieron e hicieron un pacto con ella” (Sabiduría 1:13-16).

El Señor nos da una opción: Dios o el Maligno, vida o muerte, alegría o miseria, esperanza o desesperación.

“Te he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Jehová tu Dios, obedeciendo a su voz y siguiéndole a él; porque en eso tienes vida y prolongación de días.” (Deuteronomio 30:19-20)

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